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Nadie es libre, hasta los pájaros están encadenados al cielo.
Bob Dylan
Antes de dormir mi madre me susurraba
unos versos al oído que actuaban como el más potente de los
somníferos. Soltaba todo el aire en la última sílaba, y al dejarlo
escapar me hacía cosquillas. Tenía una voz aguda y redonda, como
las que narran los hechos en las retrasmisiones. Enseguida me dormía,
la última sensación que recibía mi cuerpo era el roce de sus
cálidos labios en la mejilla. Y ese beso que concluía mi jornada
era la llave que abría la puerta a mis sueños. La dicha que sentía
al cruzar la línia y rozar las esponjosas nubes del cielo con los
dedos de los pies no se podía expresar con palabras. Llegaba a aquel
mundo que pocos alcanzan, y al cual ahora recuerdo con nostalgia. Y a
ella también, a mi madre. Realmente, no logro recordar su cara, sus
rasgos y gestos se disipan. Solo me he guardado las sensaciones: el
frío tacto de sus manos, la melodía que tarareaba por las mañanas,
su peculiar perfume. No tenía aún los siete años cuando se alejó
de mí. Me duele recordar ese día con detalle, y sin embargo, no
poder recordar su cara. Vivir en la metrópoli te hace paciente. Ese
día, como tantos otros, mi madre y yo hacíamos cola. Creímos que
era una evacuación pues, minutos antes, una haz de luz había
surcado el cielo. La ciudad parecía y sigue pareciendo una ratonera,
rodeada por altos muros, supuestamente de defensa, a pesar de no
haber sufrido ninguna guerra en los últimos años. La verdad es que,
los habitantes de la metrópoli nunca llegamos a estar bien
informados. Tan solo sé que la marea de personas nos empujo a la
kilométrica fila que se había formado ante una de las pocas puertas
que separaban la ciudad del tórrido desierto. La cola fue avanzando
y, poco a poco cientos de personas fueron saliendo al terreno àrido
donde sintieron sus primeras punzadas de calor, a las cuales lograron
sobrevivir. Dejaron salir a mi madre pero, descubrí con un gran
dolor en el pecho que ella sería la última en salir, al menos sin
el chip que incorporaron al sistema unos días después. Una
corpulenta mujer se interpuso entre mi madre y yo, y entonces
comprendí, a pesar de mis pocos años de tenue vida, que no
volvería a ver a mi madre. En la retrasmisión de ese mismo viernes
nos dieron escuetas explicaciones. Aunque no entendí gran parte del
comunicado, logré sintetizar la información en un par de líneas
que hicieron crecer en mí una llama de esperanza. La población de
las colonias exteriores había menguado notablemente, debido a
factores que no fui capaz de entender. Al parecer, su intención era
repoblarlas. Con mis casi siete inocentes años la ilusión de volver
a ver a mi madre me inundó en cuestión de minutos, pero poco
después descubrí que era algo inviable. Desde entonces y hasta
ahora, en cada puerta de la metrópoli hay dos guardias día y noche.
Te permiten salir, sí. Pero al salir te incorporan un chip bajo el
ombligo, si no estás de vuelta para la retrasmisión de los viernes,
eres perseguido y devuelto a la ciudad. ¿Las razones? Una incógnita
para la sociedad metropolitana.
En fin, aunque indignada, intento
adaptar-me a este sistema. Por ahora no me ha ido tan mal. Aunque una
de las normas citadas en el reglamento de la ciudad es trabajar
mínimo cinco horas diarias, hecho que no se adapta a las diecinueve
horas que trabaja una persona economicamente inestable para
sobrevivir, yo aún tengo un ápice de libertad, pues soy menor. Me
he pasado las semanas en el desierto. Estoy de vuelta cada viernes
para la retrasmisión, reuno la comida que puedo, que normalmente no
supera las cinco càpsulas y las cinco botellas, y vuelvo a salir de
la ciudad el sábado por la mañana. Voy al desierto cada semana
desde que mi madre desapareció. El poco tiempo que tengo para estar
de vuelta me impide alejarme mucho. Por las mañanas, al amanecer, me
tumbo en la áspera superfície y dejo que los rayos de sol
chamusquen mis células. Mi piel, en comparación con la nívea e
inmaculada piel de los metropolitanos, es tostada y curtida, llena de
marcas y cicatrices. Poco después del mediodía, a medida que el sol
desciende, yo me alejo de la ciudad. Al anochecer, contemplo las
luces de los altos rascacielos en la lejanía y cuento las estrellas
del cielo. Cada día hay una menos. Ayer, sin ir más lejos, tan solo
quedaban ciento quinze. Cuando empecé a contarlas, nueve años
antes, llegaba aproximadamente hasta tres mil estrellas y no acababa
de contarlas pues me quedaba dormida. Algunas noches, veo aviones
atravesar el cielo. Su emblema es siempre el mismo, el escudo de la
nación. El símbolo de un govierno ausente y ajeno a la realidad.
Pero se me han acabado las vacaciones. Me falta un día para tener
dieciséis años, sinónimo de inicio de la educación obligatoria.
Estoy realmente asustada, ya que esto significa abandonar el desierto
y convertirme en otro sumiso y dócil esclavo de la sociedad
metropolitana. Mi anhelo de libertad me supera, pero no tengo ningún
plan. No sé que paso dar a continuación. Mi única opción viable
por el momento es someterme al destino que me han preparado, que al
fin y al cabo, no es tan terrible. Pero una voz me chilla “HUYE”.
Hoy es mi última noche aquí, en este
terreno tan inhóspito para algunos y que, sin embargo, a mí me
resulta sumamente acogedor. Tal vez sea el silencio que me envuelve,
que tanto escasea en el núcleo urbano. Nunca he entendido porque los
ciudadanos no salen al desierto. No sé a que tienen miedo. Alguna
vez he visto salir a gente, pero no suelen alejarse demasiado. Suelen
ser comerciantes o simples caminantes que rodean la ciudad para pasar
el tiempo. Muchas veces he pensado en la posibilidad de llegar a ser
comerciante o agente de seguridad. Esos oficios me permitirían
llegar a las colonias exteriores y volver a ver a mi madre. Ellos,
tanto los comerciantes como los agentes, no estan obligados a volver
el viernes para la retrasmisión. Creo que la ven en las colonias,
aunque no lo sé con seguridad. Debido a mi habitual paseo por los
portones de la ciudad conozco ya a algunos agentes guardianes, pero a
pesar de su simpatía hacia mí, nunca he llegado a entablar una
conversación, sinó que como mucho habremos intecambiado un par de
palabras.
Ahora que estoy en el desierto,
arropada por la luna, reconozco mi hogar. Aquí he crecido y este
será el lugar que echaré de menos cuando me incorpore, mañana, al
centro educativo. No sé demasiado bien donde está. Siempre he
pensado que se encontraba en la metrópoli, pero nunca lo he visto.
Tampoco es que haya pasado mucho tiempo entre los muros de la ciudad.
Su ambiente húmedo y sus sombras me ahuyentan por las noches. De día
no es tan tétrica, a pesar de la poca luz debido a los altos
edificios aglutinados. Los edificios suelen estar pintados en tonos
discretos y apagados, pero de vez en cuando, en alguna calle, se
encuentra una casa color salmón o mostaza claro. No es un sitio muy
desagradable para vivir, pero le falta vida. A pesar de los cúmulos
de gente y el bullicioso ajetreo, creo que le falta chispa. Esa
chispa que enciende sueños. Los sentimientos de los ciudadanos salen
dosificados. La gente tiene miedo al exceso, pues se cuenta que en el
pasado el exceso rompió los límites. Tan solo algunos ancianos
recuerdan los tiempos pasados en que, según ellos, la vida cobraba
sentido y el sentido de la vida era gozarla. La gente los mira
asustada, temen disfrutar. Yo, en cambio, me considero diferente.
Paso mucho tiempo con un afable anciano que vive en el edificio
salmón. No tiene familia así que le visito semanalmente para que no
se sienta tan solo. A mí también me vienen bien ja que la soledad
del desierto a veces puede volverse abrumadora. No entiendo porque,
pero el anciano piensa que yo soy el atisbo de un pasado que lucha
por renacer. Reconozco que como mínimo soy extraña. Cada viernes,
después de la retrasmisión, el poco tiempo que paso entre los muros
se lo dedico a él. Tiene mil batallas que narrarme y también lo que
él llama, anécdotas divertidas. Al contarlas hace una mueca que
nunca había visto, seguida de un sonoro ruido que él llama
carcajada. Nadie de la ciudad es capaz de algo semejante. Una vez, en
el trascurso de una de sus anécdotas divertidas, el anciano se
detuvo. Su rostro era de puro asombro. No entendí la razón de su
sorpresa hasta que minutos después, me hizo sostener un espejo ante
mí. Vacilante, me miré. No era la primera vez que veía un espejo,
pero me quede perpleja. No era el espejo lo que el anciano quería
que mirara. Mis labios, intactos, mantenían esa mueca que hicieron
que me brotaran gotas de los ojos. La mueca, ahora sé que era un
sonrisa, y las gotas, lágrimas. Mañana, antes de ir al Concejo para
mi incorporación a los estudios, iré a ver al anciano que me enseñó
a llorar y a reír. Tengo sueño, mis párpados se han desplomado.
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