dilluns, 7 de gener del 2013

Capítulo 1


1


Nadie es libre, hasta los pájaros están encadenados al cielo.
Bob Dylan

Antes de dormir mi madre me susurraba unos versos al oído que actuaban como el más potente de los somníferos. Soltaba todo el aire en la última sílaba, y al dejarlo escapar me hacía cosquillas. Tenía una voz aguda y redonda, como las que narran los hechos en las retrasmisiones. Enseguida me dormía, la última sensación que recibía mi cuerpo era el roce de sus cálidos labios en la mejilla. Y ese beso que concluía mi jornada era la llave que abría la puerta a mis sueños. La dicha que sentía al cruzar la línia y rozar las esponjosas nubes del cielo con los dedos de los pies no se podía expresar con palabras. Llegaba a aquel mundo que pocos alcanzan, y al cual ahora recuerdo con nostalgia. Y a ella también, a mi madre. Realmente, no logro recordar su cara, sus rasgos y gestos se disipan. Solo me he guardado las sensaciones: el frío tacto de sus manos, la melodía que tarareaba por las mañanas, su peculiar perfume. No tenía aún los siete años cuando se alejó de mí. Me duele recordar ese día con detalle, y sin embargo, no poder recordar su cara. Vivir en la metrópoli te hace paciente. Ese día, como tantos otros, mi madre y yo hacíamos cola. Creímos que era una evacuación pues, minutos antes, una haz de luz había surcado el cielo. La ciudad parecía y sigue pareciendo una ratonera, rodeada por altos muros, supuestamente de defensa, a pesar de no haber sufrido ninguna guerra en los últimos años. La verdad es que, los habitantes de la metrópoli nunca llegamos a estar bien informados. Tan solo sé que la marea de personas nos empujo a la kilométrica fila que se había formado ante una de las pocas puertas que separaban la ciudad del tórrido desierto. La cola fue avanzando y, poco a poco cientos de personas fueron saliendo al terreno àrido donde sintieron sus primeras punzadas de calor, a las cuales lograron sobrevivir. Dejaron salir a mi madre pero, descubrí con un gran dolor en el pecho que ella sería la última en salir, al menos sin el chip que incorporaron al sistema unos días después. Una corpulenta mujer se interpuso entre mi madre y yo, y entonces comprendí, a pesar de mis pocos años de tenue vida, que no volvería a ver a mi madre. En la retrasmisión de ese mismo viernes nos dieron escuetas explicaciones. Aunque no entendí gran parte del comunicado, logré sintetizar la información en un par de líneas que hicieron crecer en mí una llama de esperanza. La población de las colonias exteriores había menguado notablemente, debido a factores que no fui capaz de entender. Al parecer, su intención era repoblarlas. Con mis casi siete inocentes años la ilusión de volver a ver a mi madre me inundó en cuestión de minutos, pero poco después descubrí que era algo inviable. Desde entonces y hasta ahora, en cada puerta de la metrópoli hay dos guardias día y noche. Te permiten salir, sí. Pero al salir te incorporan un chip bajo el ombligo, si no estás de vuelta para la retrasmisión de los viernes, eres perseguido y devuelto a la ciudad. ¿Las razones? Una incógnita para la sociedad metropolitana.

En fin, aunque indignada, intento adaptar-me a este sistema. Por ahora no me ha ido tan mal. Aunque una de las normas citadas en el reglamento de la ciudad es trabajar mínimo cinco horas diarias, hecho que no se adapta a las diecinueve horas que trabaja una persona economicamente inestable para sobrevivir, yo aún tengo un ápice de libertad, pues soy menor. Me he pasado las semanas en el desierto. Estoy de vuelta cada viernes para la retrasmisión, reuno la comida que puedo, que normalmente no supera las cinco càpsulas y las cinco botellas, y vuelvo a salir de la ciudad el sábado por la mañana. Voy al desierto cada semana desde que mi madre desapareció. El poco tiempo que tengo para estar de vuelta me impide alejarme mucho. Por las mañanas, al amanecer, me tumbo en la áspera superfície y dejo que los rayos de sol chamusquen mis células. Mi piel, en comparación con la nívea e inmaculada piel de los metropolitanos, es tostada y curtida, llena de marcas y cicatrices. Poco después del mediodía, a medida que el sol desciende, yo me alejo de la ciudad. Al anochecer, contemplo las luces de los altos rascacielos en la lejanía y cuento las estrellas del cielo. Cada día hay una menos. Ayer, sin ir más lejos, tan solo quedaban ciento quinze. Cuando empecé a contarlas, nueve años antes, llegaba aproximadamente hasta tres mil estrellas y no acababa de contarlas pues me quedaba dormida. Algunas noches, veo aviones atravesar el cielo. Su emblema es siempre el mismo, el escudo de la nación. El símbolo de un govierno ausente y ajeno a la realidad. Pero se me han acabado las vacaciones. Me falta un día para tener dieciséis años, sinónimo de inicio de la educación obligatoria. Estoy realmente asustada, ya que esto significa abandonar el desierto y convertirme en otro sumiso y dócil esclavo de la sociedad metropolitana. Mi anhelo de libertad me supera, pero no tengo ningún plan. No sé que paso dar a continuación. Mi única opción viable por el momento es someterme al destino que me han preparado, que al fin y al cabo, no es tan terrible. Pero una voz me chilla “HUYE”.

Hoy es mi última noche aquí, en este terreno tan inhóspito para algunos y que, sin embargo, a mí me resulta sumamente acogedor. Tal vez sea el silencio que me envuelve, que tanto escasea en el núcleo urbano. Nunca he entendido porque los ciudadanos no salen al desierto. No sé a que tienen miedo. Alguna vez he visto salir a gente, pero no suelen alejarse demasiado. Suelen ser comerciantes o simples caminantes que rodean la ciudad para pasar el tiempo. Muchas veces he pensado en la posibilidad de llegar a ser comerciante o agente de seguridad. Esos oficios me permitirían llegar a las colonias exteriores y volver a ver a mi madre. Ellos, tanto los comerciantes como los agentes, no estan obligados a volver el viernes para la retrasmisión. Creo que la ven en las colonias, aunque no lo sé con seguridad. Debido a mi habitual paseo por los portones de la ciudad conozco ya a algunos agentes guardianes, pero a pesar de su simpatía hacia mí, nunca he llegado a entablar una conversación, sinó que como mucho habremos intecambiado un par de palabras.

Ahora que estoy en el desierto, arropada por la luna, reconozco mi hogar. Aquí he crecido y este será el lugar que echaré de menos cuando me incorpore, mañana, al centro educativo. No sé demasiado bien donde está. Siempre he pensado que se encontraba en la metrópoli, pero nunca lo he visto. Tampoco es que haya pasado mucho tiempo entre los muros de la ciudad. Su ambiente húmedo y sus sombras me ahuyentan por las noches. De día no es tan tétrica, a pesar de la poca luz debido a los altos edificios aglutinados. Los edificios suelen estar pintados en tonos discretos y apagados, pero de vez en cuando, en alguna calle, se encuentra una casa color salmón o mostaza claro. No es un sitio muy desagradable para vivir, pero le falta vida. A pesar de los cúmulos de gente y el bullicioso ajetreo, creo que le falta chispa. Esa chispa que enciende sueños. Los sentimientos de los ciudadanos salen dosificados. La gente tiene miedo al exceso, pues se cuenta que en el pasado el exceso rompió los límites. Tan solo algunos ancianos recuerdan los tiempos pasados en que, según ellos, la vida cobraba sentido y el sentido de la vida era gozarla. La gente los mira asustada, temen disfrutar. Yo, en cambio, me considero diferente. Paso mucho tiempo con un afable anciano que vive en el edificio salmón. No tiene familia así que le visito semanalmente para que no se sienta tan solo. A mí también me vienen bien ja que la soledad del desierto a veces puede volverse abrumadora. No entiendo porque, pero el anciano piensa que yo soy el atisbo de un pasado que lucha por renacer. Reconozco que como mínimo soy extraña. Cada viernes, después de la retrasmisión, el poco tiempo que paso entre los muros se lo dedico a él. Tiene mil batallas que narrarme y también lo que él llama, anécdotas divertidas. Al contarlas hace una mueca que nunca había visto, seguida de un sonoro ruido que él llama carcajada. Nadie de la ciudad es capaz de algo semejante. Una vez, en el trascurso de una de sus anécdotas divertidas, el anciano se detuvo. Su rostro era de puro asombro. No entendí la razón de su sorpresa hasta que minutos después, me hizo sostener un espejo ante mí. Vacilante, me miré. No era la primera vez que veía un espejo, pero me quede perpleja. No era el espejo lo que el anciano quería que mirara. Mis labios, intactos, mantenían esa mueca que hicieron que me brotaran gotas de los ojos. La mueca, ahora sé que era un sonrisa, y las gotas, lágrimas. Mañana, antes de ir al Concejo para mi incorporación a los estudios, iré a ver al anciano que me enseñó a llorar y a reír. Tengo sueño, mis párpados se han desplomado.



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