dissabte, 26 de gener del 2013

Capítulo 2




II





Si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel.

Mahatma Gandhi


Las primeras luces del día me desvelan. No, no es el alba. Un edificio se consume a lo lejos como una colilla. Tengo sueño aún. Hay pocos incendios en la metrópoli, una media de tres cada año. No sé que edificio es, no parece el de color salmón. Aunque pensándolo bien, las paredes ya están casi carbonizadas. La columna de humo se eleva hasta el cielo. El cielo nocturno se ha teñido de gris. Debo dormir un poco, no hay nada que yo pueda hacer para ayudar. Mañana debo madrugar. Cierro los ojos. A lo lejos el sonido de varias sirenas se enreda. Tengo sueño, pero no me dejan dormir. Me siento egoista porque solo pienso en dormir mientras tal vez personas mueran. Me quedo tumbada sobre la espalda y vuelvo a contar las estrellas. Ciento catorce, una menos. No quiero que se acaben, quiero que siempre haya estrellas. Tengo sueño. Mañana será viernes. ¿En el centro educativo se podran ver las retrasmisiones? ¿O tendremos que acercarnos a la plaza como los demás? Hace ya tiempo que quitaron la ventanilla de información del Consejo. Creen que con las retrasmisiones ya nos tienen bien informados.

Me he quedado despierta hasta ver despuntar el día. El fuego de mi pequeña hoguera ya se ha extinguido, también el del edificio. Camino, y a medida que me acerco a la ciudad distingo con más precisión el edificio calcinado. Mis miedos augmentan con la cercanía. Yo he estado en ese edificio, uno de los más altos de la ciudad. Entro a la ciudad y ni siquiera me quitan el chip de rastreamiento, nunca me lo quitan ya. No hay motivo, paso más tiempo fuera que dentro. No me gusta la cicatriz que me ha dejado bajo el ombligo. Me adentro en el laberinto de calles hasta contemplar ante mí el alto edificio. Al fin y al cabo, si no hubiera ocurrido esa terrible desgracia también me hubiera encontrado ahí, ante ese portal. El anciano vivía en el cuarto piso. Al recordarlo se me saltan las lágrimas. Resbalan por mi pómulo y caen al vacío. Un niño me mira, perplejo. No osa preguntarme por las lágrimas. Pero, con sorpresa, recibo el sobre que me entrega y lo abro. Es una notificación del estado, una citación en el Concejo en motivo de mi decimosexto aniversario. La verdad es que no sé leer, pero lo deduzco. En el extremo inferior del documento reconozco el símbolo del govierno, el escudo de la nación. Llegó la hora, pienso. El niño ha desaparecido. Antes de alejarme de esa calle derramo una última lágrima y pronunció un adiós en honor al anciano que me enseñó a vivir.

Las calles están empedradas, al menos las del centro de la ciudad. Las piedras de aquí son perfectas, lisas y planas, hechas a medida. Las traen de las canteras de las colonias exteriores del sud, en enormes camiones rojos. Llegan del horizonte, siempre a la misma hora. Entran por la entrada de mercancías. Yo nunca he estado allí, es una zona restringida. De hecho, hay varias zonas de la metrópoli restringidas. Me pregunto si en alguna de ellas se encontrará el centro educativo. A medida que me acerco a la plaza principal reconozco a más gente. Al fin y al cabo he estado viviendo de limosnas de muchos de ellos. Saludo a varias personas, pero mi mente está ausente. El anciano me contó que en el pasado, una sonrisa podía interpretarse como un saludo. Yo no me atrevo a sonreirle a nadie. Él era el único que conocía mi capacidad. Saludo como los demás, con miradas serenas e inclinaciones de cabeza. A veces he llegado a pensar que lo único que son capaces de sentir los metropolitanos es miedo.

Contrastando con los altos edificios, se encuentra en la plaza el Consejo. Es un edificio grande, aunque no supera las tres plantas sus techos son altos. No parece que pertenezca a la ciudad ya que no se ha reformado desde que se alzó, décadas atrás. Sus ángulos rectos y su estructura clásica es cautivadora. Muchos piensan que no pertenece a este mundo, pues dicen que tiene alma y que las cadenas de hiedra que aprisionan la fachada no le dejan huir. Cuentos populares. La arquitectura es maravillosas, sus curvas sutiles y sugerentes te arrastran. Pero no tengo tiempo para contemplar el edificio. Me dispongo a entrar por el acceso principal cuando la pantalla de las retrasmisiones se enciende de golpe. Comunicado especial. Me giro y me quedo ante ella, observando la pantalla en negro. Una voz femenina informa de la fecha. Imágenes del incendio del edificio acompañadas por una breve explicación. Otro accidente, dicen. Sin sospechas, sin indicios ni investigación. Todo parece estar claro para ellos. Ojalá lo estuviera para mí. Pocas personas se han parado a escuchar la noticia. Entro en el Consejo. Camino por un amplio pasillo, a los lados bancos, algunos ocupados. Las baldosas del suelo son preciosas, anacaradas. Al fondo veo un mostrador de madera oscura, iluminado unicamente por un fluorescente. Aquí dentro hace frío, una brisa fresca me da en la cara. A mi derecha, bastante alta, hay una máquina de aire acondicionado. Antes de llegar al mostrador una mujer me detiene. Tiene un semblante serio y unos rasgos duros que la hacen mayor. Se acerca a mí y sus labios perfilados de rojo pronuncian mi nombre, inseguros.

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