II
Si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel.
Mahatma Gandhi
Las primeras luces del día me
desvelan. No, no es el alba. Un edificio se consume a lo lejos como
una colilla. Tengo sueño aún. Hay pocos incendios en la metrópoli,
una media de tres cada año. No sé que edificio es, no parece el de
color salmón. Aunque pensándolo bien, las paredes ya están casi
carbonizadas. La columna de humo se eleva hasta el cielo. El cielo
nocturno se ha teñido de gris. Debo dormir un poco, no hay nada que
yo pueda hacer para ayudar. Mañana debo madrugar. Cierro los ojos. A
lo lejos el sonido de varias sirenas se enreda. Tengo sueño, pero no
me dejan dormir. Me siento egoista porque solo pienso en dormir
mientras tal vez personas mueran. Me quedo tumbada sobre la espalda y
vuelvo a contar las estrellas. Ciento catorce, una menos. No quiero
que se acaben, quiero que siempre haya estrellas. Tengo sueño.
Mañana será viernes. ¿En el centro educativo se podran ver las
retrasmisiones? ¿O tendremos que acercarnos a la plaza como los
demás? Hace ya tiempo que quitaron la ventanilla de información del
Consejo. Creen que con las retrasmisiones ya nos tienen bien
informados.
Me he quedado despierta hasta ver
despuntar el día. El fuego de mi pequeña hoguera ya se ha
extinguido, también el del edificio. Camino, y a medida que me
acerco a la ciudad distingo con más precisión el edificio
calcinado. Mis miedos augmentan con la cercanía. Yo he estado en
ese edificio, uno de los más altos de la ciudad. Entro a la ciudad y
ni siquiera me quitan el chip de rastreamiento, nunca me lo quitan
ya. No hay motivo, paso más tiempo fuera que dentro. No me gusta la
cicatriz que me ha dejado bajo el ombligo. Me adentro en el laberinto
de calles hasta contemplar ante mí el alto edificio. Al fin y al
cabo, si no hubiera ocurrido esa terrible desgracia también me
hubiera encontrado ahí, ante ese portal. El anciano vivía en el
cuarto piso. Al recordarlo se me saltan las lágrimas. Resbalan por
mi pómulo y caen al vacío. Un niño me mira, perplejo. No osa
preguntarme por las lágrimas. Pero, con sorpresa, recibo el sobre
que me entrega y lo abro. Es una notificación del estado, una
citación en el Concejo en motivo de mi decimosexto aniversario. La
verdad es que no sé leer, pero lo deduzco. En el extremo inferior
del documento reconozco el símbolo del govierno, el escudo de la
nación. Llegó la hora, pienso. El niño ha desaparecido. Antes de
alejarme de esa calle derramo una última lágrima y pronunció un
adiós en honor al anciano que me enseñó a vivir.
Las calles están empedradas, al menos
las del centro de la ciudad. Las piedras de aquí son perfectas,
lisas y planas, hechas a medida. Las traen de las canteras de las
colonias exteriores del sud, en enormes camiones rojos. Llegan del
horizonte, siempre a la misma hora. Entran por la entrada de
mercancías. Yo nunca he estado allí, es una zona restringida. De
hecho, hay varias zonas de la metrópoli restringidas. Me pregunto si
en alguna de ellas se encontrará el centro educativo. A medida que
me acerco a la plaza principal reconozco a más gente. Al fin y al
cabo he estado viviendo de limosnas de muchos de ellos. Saludo a
varias personas, pero mi mente está ausente. El anciano me contó
que en el pasado, una sonrisa podía interpretarse como un saludo. Yo
no me atrevo a sonreirle a nadie. Él era el único que conocía mi
capacidad. Saludo como los demás, con miradas serenas e
inclinaciones de cabeza. A veces he llegado a pensar que lo único
que son capaces de sentir los metropolitanos es miedo.
Contrastando con los altos edificios,
se encuentra en la plaza el Consejo. Es un edificio grande, aunque no
supera las tres plantas sus techos son altos. No parece que
pertenezca a la ciudad ya que no se ha reformado desde que se alzó,
décadas atrás. Sus ángulos rectos y su estructura clásica es
cautivadora. Muchos piensan que no pertenece a este mundo, pues dicen
que tiene alma y que las cadenas de hiedra que aprisionan la fachada
no le dejan huir. Cuentos populares. La arquitectura es maravillosas,
sus curvas sutiles y sugerentes te arrastran. Pero no tengo tiempo
para contemplar el edificio. Me dispongo a entrar por el acceso
principal cuando la pantalla de las retrasmisiones se enciende de
golpe. Comunicado especial. Me giro y me quedo ante ella, observando
la pantalla en negro. Una voz femenina informa de la fecha. Imágenes
del incendio del edificio acompañadas por una breve explicación.
Otro accidente, dicen. Sin sospechas, sin indicios ni investigación.
Todo parece estar claro para ellos. Ojalá lo estuviera para mí.
Pocas personas se han parado a escuchar la noticia. Entro en el
Consejo. Camino por un amplio pasillo, a los lados bancos, algunos
ocupados. Las baldosas del suelo son preciosas, anacaradas. Al fondo
veo un mostrador de madera oscura, iluminado unicamente por un
fluorescente. Aquí dentro hace frío, una brisa fresca me da en la
cara. A mi derecha, bastante alta, hay una máquina de aire
acondicionado. Antes de llegar al mostrador una mujer me detiene.
Tiene un semblante serio y unos rasgos duros que la hacen mayor. Se
acerca a mí y sus labios perfilados de rojo pronuncian mi nombre,
inseguros.
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